Un arañazo. Sí, eso había sido. No se trataba del crujir de la madera ni de los silbidos del viento. Sonaba como si alguien estuviera perforando la pared con las uñas.
Diana se levantó de la cama y asomó la cabeza por la escalera. Entonces lo descubrió. Una silueta de casi dos metros se recortaba a la trémula luz de la medianoche. Tenía la nariz alargada, tanto que parecía un hocico. Sus dedos terminaban en afiladas garras que se movían alternativamente, desgarrando la fachada de la casa con brutales zarpazos.
Los labios de la bestia se ensanchaban en una sonrisa lobuna que, para Diana, tenía algo de familiar. Como si, de alguna manera, conociera a aquel espantoso merodeador. Como si le conociera de toda la vida.
Dos arañazos. Tres. Las acometidas del licántropo se sucedían tan rápido que ya había perdido la cuenta. Pero eso era lo único que le quedaba: contar. Rezar por que se marchara pronto. El miedo le había aferrado los tobillos y le impedía reaccionar. Su corazón retumbaba en el pecho. Temía que sus latidos se escucharan en todo el vecindario.
Trató de dominar el pánico que le ascendía por la garganta antes de que se convirtiera en un grito. Cerró los ojos, cogió aire y lo exhaló despacio por la boca. Cuando volvió a abrirlos, el hombre lobo se había perdido entre la espesura del bosque.
Bajó de puntillas los escalones, descolgó el farol de la puerta y salió a la calle. El frío de la noche puso alerta sus sentidos. Empezó a tiritar.
Se acercó como pudo a la pared que la fiera había estado golpeando. Sus pupilas se dilataron de sorpresa. Era un mensaje grabado. Aunque de trazos toscos e irregulares, resultaba perfectamente legible. Rezaba:
“Feliz Halloween, amor mío. Te quiero”.
Y la luna llena se afirmó en el cielo.
Saludos Insurgentes
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