Érase una vez una niña...
Que volvía a llorar en el patio del colegio, mientras daba golpes de rabia a su rareza: el dedo corazón de sendas manos que duplicaba la longitud del resto.
Solo se calmaba con las palabras de la madre superiora, su tutora: “No eres distinta, Cloe, sino especial. Confía y algún día conocerás la razón de estos preciosos deditos”. Lo que no recordaba, porque nunca se lo dijo, es que su madre biológica, al darse cuenta, la apartó, con el calostro a medio tomar, y ya no quiso saber nada más de ella.
Los días de colegio transcurrían, y las protuberancias raras parecían delimitar un círculo no-se-pasa a su alrededor. Se convirtió en un escudo que la protegería mientras se dedicaba a su auténtico interés: descubrir su don.
Cloe, a bordo del vacío sobre el que deambulaba, empezó a preguntar a maestros, a investigar en libros variopintos, a observar oficios. Durante esa búsqueda, aprendió a obviar todos los cumpleaños a los que no fue invitada.
Un día de tormenta decidió hacer tiempo en la biblioteca mientras venía el autobús escolar. Tanto se entretuvo que perdió el transporte y, como ningún padre se ofreció a llevarla, empezó a andar bajo la lluvia.
A mitad de camino, un coche se detuvo y el conductor preguntó:
—¿Dónde vas, jovencita, con este tiempo?
—Voy al convento, señor.
—¿Vives allí?
—Sí.
—Anda, te llevo.
Una vez dentro, el hombre pronto se dio cuenta de sus manos mientras asentía a todo lo que contaba Cloe.
A los días, se presentó en el convento con su esposa y pidieron adoptarla. Ambos eran médicos y la madre superiora asintió.
La niña fue creciendo y, de la abundante biblioteca médica de sus padres, vislumbró varios por qué.
Con el tiempo afinó su talento y se convirtió en la uróloga con los diagnósticos por tracto rectal más certeros del país.
Saludos Insurgentes