Años de duros entrenamientos, de aparcar su vida personal para centrarse en el deporte, de vivir en centros de alto rendimiento alejada de los suyos, de no disfrutar de una adolescencia normal, de no tener días de descanso… Ahora todo eso cobraba sentido.
Marta lo había conseguido, era la sensación en Tokyo, había conseguido colarse en la final de la prueba reina del atletismo sin a penas despeinarse. Una última carrera y 100 metros le separaban de la gloria y un preciado metal.
Era la mañana más importante de su vida, se había levantado con la mente fría y el cuerpo tan bien preparado que se sentía ganadora solo por el hecho de estar donde estaba con tan sólo diecisiete años. Pero el destino le tenía preparada una jugarreta, una última prueba de las que hacen que un mortal común se alce con la gloria eterna en las películas.
Era su hora de medicarse, fue a sacar su inyección de insulina pero no la encontró. Supo que no era casualidad y que, por mucho que la buscara, jamás la encontraría. No había tiempo de buscar más medicina así que decidió poner en práctica los consejos que había recibido en clase de psicología y, junto a su entrenadora, urdió un plan para poder correr la final.
Ese día el entrenamiento previo a una final se sustituyó por ejercicio aeróbico durante una hora, su alimentación fue especialmente cuidada y, lo más importante, su serenidad hizo mantener los nervios a raya, tenía claro que ese día la única que cruzaría la línea sería ella para conseguir subir a lo más alto del pódium.
Un disparo, una carrera impresionante de 10”52 y una celebración de oro en el box de observación. Marta no permitió que nadie jugara con su destino, ni tan siquiera utilizando su propia enfermedad contra ella.
Saludos Insurgentes