Sentirse observado por millones de espectadores mientras realizaba el íntimo acto de morir, le avergonzaba tanto que se le habrían subido los colores de no estar desangrándose a 40 grados bajo cero.
La vergüenza no era un sentimiento ajeno para Oleg, le había acompañado toda su vida. La vergüenza que había sentido cuando su madre Yudina fue detenida durante un mítin en apoyo de Navalny y él había sufrido por ello enviado a cumplir el servicio militar en el archipiélago de Nueva Zembla, en el Ártico, en medio de los osos polares.
Un castigo por delegación que al menos le había servido años después para casi ganar la decimoctava edición de Game 2: Winter, el reality estrella de la televisión estatal del nuevo Imperio Ruso en el que 30 personas debían sobrevivir nueve meses en las condiciones extremas de Siberia, en el que absolutamente todo estaba permitido y en el que los hipotéticos supervivientes se repartirían 100 millones de rublos.
Y Dios era testigo de que necesitaba ese dinero. Él, que había amasado una fortuna renegando de sus orígenes convirtiéndose en el locutor estrella del nuevo régimen surgido tras las revueltas del hambre.
La vergüenza a la muerte de su madre, le había empujado a lanzar un par de mensajes políticamente inconvenientes en prime time.
La vergüenza de ver su homosexualidad sacada a la luz para arruinar su carrera, su reputación y su vida le había empujado a esta salida desesperada. Le había convertido en un títere.
Y sin embargo, despreciado y odiado por un público que le menospreciaba, contra todo pronóstico, había sobrevivido ¡89 días!
Bien, la vergüenza había guiado su vida, no lo haría en su muerte. Oleg se irguió, alzó el puño desafiante y gritó a las cámaras
¡¡¡ARRIBA LA LIBERTAD Y LA SODOMÍA HIJOS DE PUTA!!!
Me ha encantado, enhorabuena.
Saludos Insurgentes.
¡Este Oleg se merece una trilogía!