Empecé el día en la oficina con un café. Le traía otro a Samara. Una lámina de madera fina nos separaba y me gustaba mirarla por encima. Ella se reía de mis muecas mientras se iluminaban sus ojos aguamarina. Pero aquella mañana el café acabó sobre mi camisa. Un estruendo resonó bajo nuestros pies. Samara, con su vestido rojo, tenía la cara demudada de miedo.
—¡Las escaleras están en llamas!
—No te preocupes. Mandarán un helicóptero y subiremos a la azotea. Habrá habido algún cortocircuito.
Nos asomamos a las ventanas. El fuego lamía la fachada del piso 95. A lo lejos llegaba un avión; suspiramos aliviados.
Y, de repente, se estrelló contra la otra torre. Todo se detuvo en aquel instante. Perdí la noción del tiempo y de la gente a mi alrededor. Vi a aquellas personas en las ventanas de la Torre Sur, desesperadas, extendiendo sus brazos como si aquí pudieran salvarse. El edificio se vino abajo. Aquel imponente icono de la ciudad ya no existía. Sus caras…
Algo me rozó. Pensé que era un pájaro, un cristal, cualquier cosa menos un hombre… Después cayeron más. Se estaban tirando. Mis compañeros corrían. Algunos bajaron las escaleras. El olor de su carne y sus gritos se me clavaron en el pecho.
Samara se subió a una silla junto a la ventana. Me miró. Tantas emociones en aquellos ojos, más azules que nunca. Miedo, desesperación… tristeza.
—No quiero morir así.
El suelo volvió a temblar. Miré el reloj de la pared, sus manecillas se movían tranquilamente. Las 10:19.
—Te quiero —Y voló. Como una cometa.
No la retuve. Me subí a la mesa para verla volar como el ángel que era. ¿Qué había pasado? Era una mañana cualquiera… ¿Por qué centenares de vidas acababan así?
Las lágrimas me impidieron ver el suelo. Después, salté. Yo también quise ser cometa.
Igual que Samara.
Has plasmado tanto y tan bonito...veinte años... imborrable.