Decían de Fidel que era un cirujano de las palabras: extirpaba los fragmentos insípidos, le daba aire a la trama como si un pulmón argumental te sumergiera en el siguiente capítulo, y sabía muy bien cómo llegar al corazón de los lectores. Algunos lo consideraban un genio excéntrico; actuaba sin anestesia, huyendo de los tópicos y creando historias románticas con las que cualquiera podía sentirse identificado. Sus personajes no vestían trajes caros, no utilizaban perfumes cool ni conducían coches de alta gama. Algunos lo conocían como el poeta del barrio olvidado, ya que su prosa tenía un regusto a poesía perspicaz, precisa, pero siempre de estar por casa.
Fidel rara vez salía de sus textos; sus vacaciones eran las de sus personajes. Se mimetizaba con ellos y vivía al máximo cada una de sus emociones. Pero aquel verano todo era diferente. Le habían diagnosticado un cáncer y necesitaba un tiempo para pensar cómo debía afrontar su vida. Era un apasionado de la montaña; algunas de sus escenas más icónicas las había escrito allí, lo más alejado de la tierra y lo más cerca posible del cielo. En aquellos lugares su bolígrafo parecía tener vida propia. No se pudo resistir a comprar una libreta en un bazar y a rescatar un par de bolígrafos que vagaban libres por el fondo de su mochila. Aquel verano escribió su última novela, la que muchos consideraron la historia de amor más emotiva jamás contada, a la que tituló Te quiero, vida, aunque no te comprenda. Enterró aquellos dos bolis en la cima, como acostumbraba a hacer cuando terminaba. No importaba nada más; el cirujano de las palabras lo había vuelto a hacer: había escrito otra novela sin anestesia, a corazón abierto. Para entender su vida basta con sumergirse en alguna de sus historias.
El cirujano de las palabras...una frase brutal.
En tu línea compañero...me ha encantado!!
Saludos Insurgentes.
Preciosa historia.
Saludos.