Le habían mandado al carajo.
La culpa era suya, y no pasaba por primera vez. Su comportamiento con los demás marinos era siempre beligerante, constantes disputas que siempre acababan con él subido a la canasta del palo mayor de la Santa María. El almirante lo mandaba allí para que se tranquilizara y porque era un buen marinero. No quería que en una de esas peleas le dieran un navajazo y hubiera que tirarlo por la borda, o comérselo. Porque otra cuestión era la falta de alimentos en las carabelas. El genovés había calculado mal e iban casi seis meses de travesía sin ver tierra. Ya no quedaban ni ratas en la bodega, todo animal viviente había perecido para servir de alimento a la tripulación. Los rostros se veían cada vez más consumidos y los amagos de motín eran disuadidos por Colón con celeridad, prometiendo riquezas para todos.
Se había enrolado porque trabajando en los molinos de Triana tenía poco futuro. Había ocupado un puesto en la casa de Contratación, como piloto, lo que le había valido para ocupar un cargo medio en la Santa María; pero su mala bebida primero y las constantes trifulcas después, le habían degradado a pasar días y noches en el carajo del barco, mirando el mar, cansado y hastiado de ese viaje a ninguna parte que les estaba costando la vida.
La noche, negra como la pez, dotaba de una paz inusual a la nave. Todos dormían. Todos excepto él. Creyó ver luz al fondo, desdibujada en el posible horizonte, pero sería una alucinación, como tantas veces.
El amanecer violáceo acudió mientras estaba en duermevela. Somnoliento vio recortarse en ese horizonte difuso algo que no era mar.
—¡Tierra, tierra!—gritó Rodrigo de Triana.
Bien escrito, enhorabuena.
Saludos Insurgentes.
Un buen relato, enhorabuena.