«Amé la sombra de una isla que supo ocultarnos, y ya no me gusta el sol»

Nuestra historia comienza cuando... Ja, cuando no teníamos ni puta idea de que eso podría ser una historia.
Fueron cincuenta y seis días los que estuve recluida en aquella isla. Y jamás he visto un paisaje igual: aquellas calas alucinantes teñidas de un azul cristalino que servía, incluso, de espejo; las palmeras interminables que ofrecían la única sombra en la arena dorada que quemaba las plantas de mis pies... Nada puede equipararse a aquel paraje natural que me robó el aliento... y, también, el corazón.
Naufragué el mismo día que nos conocimos. Fue ella, de hecho, quien me ayudó a sobrevivir. Lo hizo porque dotó de todos sus conocimientos para que no muriera ahogada. Y lo hizo también porque, no recuerdo muy bien cómo, me fue enamorando. Poco a poco, amanecer a amanecer, charla a charla, risas a risas.
Era su naturaleza salvaje, su desconocimiento por que hubiera un universo externo al de ella, a esa isla asilvestrada que poco tenía que ver con mi mundo. Éramos dos realidades opuestas, dos culturas que ni siquiera sabían que había algo más allá de la propia. Éramos diferentes, ni siquiera el blanco de nuestros ojos era un blanco similar. Pero, si en algo coincidíamos, era en que una mujer y una mujer... eso nunca lo habíamos visto, eso nunca podría darse. ¡Qué malditas ingenuas!
Fueron cincuenta y seis días de querernos, a escondidas y en silencio, hasta que llegó el último. Mi barco se acercaba... La orilla que una vez nos unió ahora se volvía absurda.
-¿Entonces? -pregunté justo antes de partir.
-Dejarás de esconderte.
Y nuestra historia termina ahí, en esa arena dorada que, lejos de quemar las plantas de mis pies, me ardía el alma. Rodeada de unas palmeras que ya no hacían sombra, permitiendo el paso de unos rayos de sol que terminaron por consumirnos.