Hay momentos de la vida que quedan grabados, a fuego, en el corazón. Situaciones únicas, difíciles de olvidar, que enriquecen con su magia los recuerdos del pasado. En mis sueños, todavía perviven los angustiosos minutos que cambiaron, para siempre, el devenir de mi existencia.
Aquella calurosa tarde de agosto, caminaba abstraído junto la orilla del mar. Hacía, ya, largo rato que mi mente había abandonado mi cuerpo, dejándolo a la deriva, mientras se batía, contra sí misma, en un arduo duelo entre lamentos y acusaciones. El bullicio de la playa penetraba a través de mis oídos hasta diluirse en el inmenso abismo que se abría paso en mi interior. Allí quedaba convertido en un susurro sosegado que pasaba inadvertido para mí.
No sé si fueron los gritos del gentío o la mano de aquel niño que tiraba de mi bañador lo que me devolvió a la realidad. Rápidamente, fui consciente de la gravedad de lo que estaba ocurriendo a mi alrededor. La gente se movía agitada, de un lado para otro, mientras rastreaba cada palmo de terreno, tratando de hallar la pista que pudiera resolver aquella búsqueda convulsa. A pocos metros de mí, una mujer jadeaba, envuelta en un mar de lágrimas, con la mirada perdida en el vasto horizonte. Al ver aquella imagen, un profundo escalofrío recorrió todo mi cuerpo y el recuerdo del momento más duro de mi vida trató de volver a apoderarse de mí como ya lo hiciera en el pasado.
Aquella horrible desgracia había tenido lugar doce años atrás. Mi esposa y yo regresábamos de unos merecidos días de descanso junto a nuestro hijo David. Cuando apenas faltaban una treintena de kilómetros para llegar a casa, un despiste fatal desencadenó la tragedia. Nuestro coche se salió de la vía, quedando convertido en un amasijo de hierro. Mi mujer y yo conseguimos escapar del vehículo como buenamente pudimos. Sin embargo, David quedó atrapado en su interior. Recuerdo que permanecí inmóvil mientras ella trataba, sin éxito, de encontrar la forma de abrirse paso a través de los restos de acero para rescatar a nuestro querido retoño. Gritaba, desconsolada, suplicando mi ayuda, pero sus esfuerzos eran en vano. El estado de shock en el que me encontraba, me mantenía en una situación de bloqueo que impedía que pudiera reaccionar.
Sentí, de nuevo, un tirón en el bañador que me hizo volver a la realidad. Incliné la cabeza y observé detenidamente al pequeño que, sin separarse un milímetro de mí, me miraba fijamente a los ojos, al tiempo que me tendía su mano. Sin dudarlo ni un instante, la tomé con ternura y dejé que me guiara hacia la orilla. Una vez allí, señaló hacia el agua. Su rostro, poco antes radiante y risueño, se había tornado, de golpe, en sombrío y suplicante.
Algo me dijo que aquello era una señal; que debía actuar con premura, sin perder un minuto más y, aunque trataba de no pensarlo, sabía que no era necesario preguntar a nadie qué era lo que tenía que buscar. Todos los indicios apuntaban a ello. Así que, guiado por aquel impulso instintivo, me lancé al agua en la dirección que me había indicado el niño. Tras adentrarme unos metros en el mar, me detuve para hacer una rápida comprobación visual. Miré a mi alrededor y no encontré ninguna pista que me llevara a permanecer allí más tiempo, por lo que deduje que debía continuar nadando, un poco más, antes de hacer una primera inmersión. Me puse, de nuevo, en camino y pocos segundos después, volví a detenerme, antes de respirar profundamente y sumergirme en el agua. Buceé, cerca del fondo, tratando de examinar la máxima superficie en el menor tiempo posible, hasta que noté que se agotaba el oxígeno en mis pulmones. Justo, cuando me disponía a regresar a la superficie, una mancha oscura, a pocos metros de mí, atrajo mi atención. Emergí tan pronto como pude y tomé, de nuevo, aire para volverme a zambullir y dirigirme hacia el lugar en el que había visto aquella silueta. A pesar de que el agua salada dificultaba mucho la visión, no tardé demasiado en dar con aquella extraña sombra que se mecía a la deriva en la inmensidad del mar.
Regresé a la orilla extenuado, portando en mis brazos un niño de pocos años de edad. En la arena, aguardaban los servicios de emergencia, dispuestos a tratarle de urgencia e intentar salvar su vida. Rápidamente, le tendieron en la arena e iniciaron las maniobras de reanimación.
Cuando recuperé el aliento, me acerqué hasta el lugar en el que atendían al menor. Al ver su rostro, quedé profundamente sorprendido. Aquello que estaba viendo no podía ser real. Era el mismo niño que se aferraba a mi mano, minutos atrás, señalándome hacia el mar. Busqué a mi alrededor, tratando de localizarle, mas no fue posible. Estaba claro que algo inexplicable acababa de suceder.
La tos del pequeño, seguida de un largo aplauso de los allí presentes, dibujó una leve sonrisa en mis labios. La vida me había ofrecido la posibilidad de resarcirme de todo lo que había sido incapaz de hacer años atrás. Había logrado que aquel chiquillo tuviera una segunda oportunidad. Sin embargo, tenía muy claro que aquello había sucedido gracias a la ayuda inconmensurable de aquel pequeño ángel que me había guiado de la mano hasta el lugar adecuado. En ese momento, los padres del pequeño se abalanzaron sobre mí y se fundieron conmigo en un largo abrazo.
Aquella tarde de verano volví a encontrar la luz en un bello atardecer tras muchos años de tinieblas y oscuridad. Aunque tenía claro que el hijo al que tanto amaba ya nunca regresaría, la paz que encontré en la sonrisa de aquel pequeño superviviente que, desde ese momento, pasó a ser uno más de mi familia, fue capaz de mitigar el dolor que, hasta ese mismo día, había golpeado con furia mi corazón. La vida también había reservado para mí una segunda oportunidad y no estaba dispuesto a desaprovecharla.
La descripción y narración son formidables, enhorabuena!
La vida siempre te da una segunda oportunidad, sin duda.
Saludos Insurgentes
¡Enhorabuena!
Gracias por compartir este conmovedor relato!! 🤗