«Carta blanca a la vida»

Pasé la mano por la piedra rugosa de la tumba de mi mejor amigo. Aún sentía el corazón comprimiéndose ante el recuerdo, así que bebí un trago más de la botella de whisky que tenía en la mano. Ya llevaba la mitad.

Una gota de la bebida resbaló hasta chocar con un sobre. Junte ambas cejas. Torpemente abrí el sobre, el cual contenía una postal. Esta mostraba esa misma escena (yo con la tumba), pero era diferente, con más luz, quizá. Solté la carta al reconocer la letra de él, mi amigo muerto. Con un poco más de ayuda del alcohol, me decidí a leerla.

“Hola:

Sé que te estarás preguntando muchas cosas (a las que no pienso responder), pero confía en que soy yo. He estado observando cómo, poco a poco, desperdicias tu vida y no he podido quedarme de brazos cruzados. No fue culpa tuya que ese ciervo se cruzara en nuestro camino. Ni que un volantazo terminará con un corazón parado y otro roto. Si de verdad me quieres, por favor, aprovecha la vida. Haz el tonto, ríete y, sobretodo, siente. Siente el amor, el odio, el dolor, la satisfacción… Todo. Ese accidente ya se llevó un alma. No permitas que arranque la tuya también.

Te esperaré (espero que mucho tiempo),

Tu amigo, Cristian”

Las palabras se iban diluyendo con las lágrimas que no dejaban de salir. Le grité a través de su tumba. Le rogué que volviera, que nada sería igual sin sus “te lo dije”, que era un idiota y que le quería. Lancé la botella de whisky, cayendo esta en la piedra y dividiéndose en millones de pedazos. Al menos así, Cristian disfrutaría de una borrachera allá donde estuviese. Miré una última vez a la tumba antes de irme, postal en mano.