«Diario apócrifo de una escritora»

Tras los cupones de racionamiento la liebre nos reunía en torno a la mesa. La lluvia primaveral aún resonaba como un clinc clinc punzante.
-Padre - dije - me gustaría escribir (y no sé si aquello era una afirmación).
Todo cuanto él respondió fue una tos de sienes marcadas.

Si el otoño echaba abajo las hojas, entonces solía buscar aliados. La liebre humeaba y yo decía:
-Abuela, ¿qué opina de las escritoras?  (sin saber si eso era una pregunta)
Ella enmudecía, rascándose con saña las heridas de los brazos.

A veces, en Enero, la liebre se congelaba. En su lugar comíamos pollo. El nuevo televisor velaba imágenes incoloras. 
-¡Muchas mujeres son escritoras, madre! (y no sé si aquello era una exclamación).
Mi madre enrojecía, y buscaba los huecos vacíos en los sillones, tornando melancólica, tomándose esas pastillas que la alejaban.

Ahora no había liebre. La comida en torno a la mesa solo era humo, la tangente de un reproche, aliento de un sueño viciado. Hacía mucho tiempo ya...
Regresamos allí un verano de luz adormilada. Mi hermana había sido madre soltera, acunaba lastimera. Mi marido observaba los muebles viejos con avidez.
-Debiéramos venderlo -señaló-. Los muebles, la casa, todo.
Mi hermana le dio la razón, sin saberse por qué. Y luego no pudo sostenerle la mirada. Él perfiló una mueca soez, satisfecha, esclarecedora, la misma que ponía con todas. Al cabo comprendí, guardando silencio (sin saber si eso era realmente un silencio).
Y pensé, como resulta de un lamento fragmentado, que debería haber escrito, que lo más preciado que tuve nunca, fueron las palabras que nadie conocía. 
Después contemplé la mesa, su sombra obtusa, similar al predicado de un sujeto sin verbo.
<<Aquella mesa...>>, así decidí que comenzaría el primer renglón, de la primera página, de mi primera novela. Y nunca una decisión fue tan prescrita, tan reparadora, tan determinante.