En la marejada tormentosa de nuestro presente recordamos la simpleza de un día especial, de los veranos en el pueblo, de los juegos de antaño, de los besos ingenuos que nos dábamos, del calor que nos proporcionaba la felicidad.
¡Qué lejano en el tiempo quedó todo eso! ¿Verdad? Sin internet ni redes sociales, sin móviles ni tele digital, sin fotos ni videos. Solo la vida al natural, tatuándonos las experiencias en nuestra conciencia y disfrutando los descubrimientos en su totalidad. ¿Por qué tuvimos que crecer?
Esos recuerdos me transmiten una inmensa paz interior y me reconfortan el alma.
La excitación y la auténtica felicidad comenzaban con el sonido abrupto a la par que deseado de la campana que marcaba el último día de clase en el curso escolar de EGB. La última enseñanza digna. Todos los planes educativos posteriores, sin duda, fueron a peor y a las pruebas me remito.
Aquellas despedidas a la salida del cole, los planes de verano de los demás y los saludos hasta septiembre, pronto se desperdigaban junto con la ropa de escasa tela en la maleta que me preparaba mi madre. Y tras la ansiosa noche de previas, llega el gran día del año.
¡Qué veranos, Dios mío! ¡Qué veranos! El descubrimiento de la vida, las aventuras grabadas a fuego en mi memoria por los siglos de los siglos... la santísima libertad. No quiero crecer más, mamá.
Un día cualquiera de esos veranos podía comenzar alrededor de las diez o las once de la mañana, sin prisas, con el sol bien en lo alto entrando por las rendijas de mi persiana. Desayuno tradicional, bañador, ropa ligera, la toalla sobre el hombro, y a la piscina del pueblo a rematar la mañana. Tal vez alguna partida o tal vez no, lo que seguro no iba a faltar eran los comentarios con las chicas sobre la noche anterior: ¡Secreeeeto!
Vuelta a casa para comer, un poquito de reposo al fresco y a las cinco como un clavo nos volvemos a bañar. Tarde de cartas y juegos variados entre salpicón y salpicón, risas y más risas con los amigos y vecinos, y así, pasito a pasito, se me iba ensanchando el alma.
A las ocho cierran la “pisci”. Nos damos el último chapuzón apresurado y tiramos para el centro de la plaza con el pelo aún mojado. Últimas carcajadas de la tarde entre los bancos y el jardín. Las gentes de los pueblos entran y salen de los bares, pasean por sus calles, se saludan y conversan. Armonía, paz, tranquilidad.
Más tarde nos vamos a cenar y después nos arreglamos para salir. Nos vemos sobre las diez o las once en la plaza otra vez; los que viven más lejos, quedan antes y suben juntos. Cuando por fin estamos todos, disfrutamos de la noche, entre las calles y los bares, los múltiples rincones del pueblo, las llaves de nuestras casas a buen recaudo en el bolsillo, y sin prisas ni apreturas. Sin miedo. De verdad. ¡Sin miedo!
Volvíamos tarde a casa cada noche de verano, sobre todo las noches que tocaba fiesta de alguna bebida aleatoria en cualquiera de los cuatro disco-bares de la villa. Esto era siempre jueves, viernes y sábado, y participábamos todos: los viejos, los no tan viejos, los jóvenes, los muy jóvenes, los borrachos crónicos del pueblo y los de los pueblos de al lado que venían por las carreteras secundarias y se volvían al alba por los caminos de concentración y por las vías pecuarias (evidentemente mamados hasta los pernos).
Por otro lado, después de tanto calor diurno, me encantaba el frescor de aquellas madrugadas; la chaquetilla al hombro cuando salíamos de casa, y bien abrochada a horas intempestivas cuando dejábamos los bares. Abrazados en la noche, cómplices de caricias y miradas, compartiendo un cigarrillo o un petardo, un cubata o un cacharro... los primeros magreos y los primeros morreos. Y nos reíamos con desmesura alimentando el momento.
Otros días eran diferentes. Por ejemplo, te ibas con la bici al río a echar la tarde pescando renacuajos, o a alguna casa abandonada en las afueras a correr mil aventuras. Tal vez te escapabas a una nave, un corral o una huerta, a explorar y descubrir, incluso a una pila de fardos en mitad de una era, ¿quién sabe?
A veces el tiempo no acompañaba, era desapacible y amenazaba tormenta. Entonces te quedabas en tu casa o en el patio con amigas, y otras ideas siempre surgían porque siempre había actividades. Y así a lo largo de toooodo el verano.
El final del mismo ya es otra historia muy diferente. Eso son palabras de oro mayores, amigo.
Después del colofón al estío con las fiestas patronales, esto es: las verbenas esperadas, las peñas deseadas (¡cuánto podría explayarme escribiendo solo sobre estas dos!), los bailes tradicionales de los danzantes con su genuino paloteo, las casetas de feria con bolos-muñeco versus carabina-palillos, las barracas y las luces de colores, los fuegos de artificio baratos y la música de mercadillo, las calles engalanadas con miles de banderines, la alegría inconmensurable, las experiencias infinitas...
Luego llega la hecatombe de las despedidas, que es muy fuerte y muy triste, y deja marca para siempre. El zurrón de recuerdos grabado en la memoria. Lo que te llevas no tiene precio, y la soledad de los que se quedan nos duele a todos. ¡Dios! Me voy a morir de nostalgia.
Ser consciente de que ha llegado la última noche, previa al día final en que muchos partimos. Lloramos al decir adiós justo antes de que despunte el alba y destroce la magia. Nos damos los últimos besos y abrazos, y nos conjuramos para volver, para estar todos juntos otra vez en el próximo verano (como si eso dependiera de nosotros), y las lágrimas y los silencios hablan por sí solos cuando tratas de explicar el valor de lo vivido. Pero no puedes, ni por asomo. ¡Guárdalo para siempre en el corazón y tira la llave, pequeña!
Tu relato me ha transportado a aquellos veranos de infancia!!
La frase "el zurrón de recuerdos grabado en la memoria" es brutal!
Saludos Insurgentes
Grande el relato