«El Monstruo»

Eran muchas las leyendas que circulaban por el pueblo acerca del Monstruo. Algunas hablaban de un reptil humanoide de estatura ciclópea. Otras, de una gigantesca serpiente que podía engullir un transatlántico con sus desproporcionadas fauces. Incluso las había que narraban la existencia de un pulpo similar al Kraken capaz de hacer naufragar las embarcaciones que sucumbían al abrazo de sus tentáculos.

Nadie parecía tener una respuesta. Sin embargo, los que consagraban su vida al estudio de aquel mito coincidían en dos aspectos. Uno, que fuera cual fuera la naturaleza de la criatura, esta debía haber asentado su guarida en las profundidades del océano. Dos, que el nombre del Monstruo tenía que escribirse con mayúscula inicial, pues ya había adquirido la condición de entidad propia y, aunque concebida como un producto de la cultura popular, su mera presencia en el imaginario colectivo era suficiente para sembrar el pánico e impregnar la aldea de una permanente sensación de inquietud que inducía a las pesadillas más aterradoras.

Yo conocí el relato durante mi primer viaje a Seagullville, un lugar de veraneo corriente, que también podría ser el tuyo. Recuerdo asomar la cabeza por la ventana y contemplar el cielo vespertino diluyéndose en tonos rosados; las pequeñas olas arropando las rocas en las que rompían; las conchas emitiendo destellos nacarados, aguardando a ser desenterradas de la orilla como el más codiciado de los tesoros...

En aquella playa, una joven yacía tendida boca arriba, recibiendo los rayos del sol. Su tez lucía extremadamente pálida y sus pupilas estaban tan dilatadas que no resultaba difícil adivinar el pavor dibujado en sus ojos. Allí donde debía encontrarse su brazo derecho, apenas colgaba un hilo de carne. Era como si algo o alguien se lo hubiera arrancado de cuajo.

Me llamo Ismael. Y así me convertí en héroe.