«La gaviota exploradora»

Aquella mañana que decidí marchar, unas nubes grises tapaban el cielo, no me dejaban ver ese azul que me alegraba los días. La luz del sol había desaparecido, como mi energía, tanto corporal como mental.

Según iba avanzando por los acantilados mediterráneos, conocía nuevos paisajes y gentes. Poco a poco mis ánimos se iban aliviando, pues las nubes se despejaban frente a mí y me ayudaban a saborear los colores que se formaban con los rayos de sol. El verde de los árboles era más vivo, el azul del mar más potente y el blanco de las embarcaciones deslumbraban como diamantes. 

Llegué a un puerto donde lucía una enorme estatua  de un señor que apuntaba hacia el horizonte, exactamente a las américas. Desde ese punto, una rambla repleta de transeúntes de todas las nacionalidades, se dirigía hacia el centro de la ciudad. 

Llevaba tiempo volando y mis alas ya se sentían cansadas, además de mis estómagos que comenzaron a rugir. Así que decidí seguir a las aves que sobrevolaban aquella rambla llena de vida. Aquel lugar me estaba transmitiendo buenas vibraciones, quizás cabía la posibilidad de ser mi refugio, mi nuevo hogar. Tomé tierra en una plaza redonda donde las palomas y las gaviotas compartíamos el manjar que nos arrojaban los humanos. Me acerqué a un pequeño ser con rostro emocionado y pude comer de su mano. En ese mismo instante me asustó una luz muy potente que salió de un aparato que portaba otro humano y, volé, volé hasta una gran fuente donde pude calmar mi sed.

Tras picotear diversos granos, pude sentir que algo extraño estaba sucediendo. De pronto, las aves comenzaron a atacar a los humanos, picaban cabelleras, ojos... Después, esa sensación se apoderó de mí. El ojo de un humano hizo que babeara de placer.