De pequeño siempre crecí buscando un armario que me llevase hasta las encantadas tierras de Narnia, o quizá un andén de tren que conectara con un colegio algo más mágico del habitual, pero nunca fui tan afortunado.
Pasé media vida en casa de mi abuela, y la otra media, perdido. Era feliz sin ni siquiera saberlo, jugando al balón en la huerta, imitando a los personajes de los dibujos “de la dos”. Allí no se notaba el verano ni el invierno, parecía estar ubicado en una dimensión paralela a la realidad. Ingenuo de mí, realmente lo estaba.
A mi abuelo nunca lo conocí. Murió poco antes de mi primera patadita, aquella que di desde dentro de mi madre. La señora Teresa nunca renunció al negro pero firmemente ligó su felicidad a criarme el resto de su vida. Sábados por la tarde de rosario, Cine de Barrio y algún que otro Cola-Cao preparado a fuego lento en una taza de aluminio eran los complementos perfectos para una infancia mal curada.
Hoy he vuelto a aquella casa. Ahora es un lugar triste, y no por culpa del incipiente invierno. Ella ya no está, y parece haberse llevado consigo todas las sonrisas. Aquel palacio ahora no es más que un techo y cuatro paredes, un refugio igual a todos los demás. Era mi abuela la que, con la chispa de su vida, prendía nuestros corazones.
Entre los cajones y bajo la foto de su boda, pude encontrar un fragmento de papel desgastado por el tiempo. La ortografía era imperfecta, pero junto a él, había muchos más. Eran las cartas que una de las mujeres más importantes de mi vida había compartido con el hombre al que dedicó todas sus noches, mi también difunto abuelo.
Retales de un amor que ahora devorará el tiempo.
Enhorabuena.
Saludos Insurgentes