De no haber sido por Amparo Beltrán, nunca habría conocido a Miguel. Amparo era una profesora de la escuela de arte donde yo estudiaba, que en verano, daba clases particulares en la casa de sus abuelos, situada en mitad de los campos de arroz adyacentes a la Albufera. Tres veces a la semana, acudía a las clases en bicicleta desde Valencia. Me gustaba ver los campos verdes y el olor tan particular que desprendían me transportaba a los veranos de mi niñez. Las plantaciones estaban separadas por estrechos caminos de tierra seca, formando un laberinto que tenías que resolver hasta llegar a la casa de Amparo. En sus clases calurosas, hablaba más de la belleza y cómo conseguir descubrirla que de las técnicas del dibujo. No muy lejos de la casa, se veía una chabola hecha de trozos de chapas y maderas viejas. Junto a la puerta, un hombre sentado parecía estar vigilante en mitad de aquel mar verde. La curiosidad me llevó a dar un rodeo en mi bici y pasar por delante de la casucha.
Al pasar frente al hombre, se puso en pie y dos grandes ojos oscuros se fundieron con el azul de los míos, extraña mezcla de color, pensé. Me sentí turbada y pedaleé rápido. Al salir del arrozal, volví la vista, y lo vi erguido, enjuto, maravilloso. Entendí lo que era descubrir la belleza. Su cara huesuda, su piel morena, cejas pobladas y una expresión orgullosa. Vestido con camisa negra y pantalón vaquero que, parecía no haberse lavado nunca, y el calor: todo era hermoso.
Aunque no tenía clase con Amparo, volví a la mañana siguiente, y allí estaba, tentador, misterioso, como esperándome. Pasé por delante, y un escalofrío recorrió junto a las gotas de sudor desde la nuca al final de mi espalda. Era alto, gitano, de pelo negro mojado y repeinado hacia atrás con algún rizo escurridizo que le caía sobre la cara. No era joven, era hombre. Emanaba una belleza bruta, pura, sin adornos. Me enamoró esa hermosura salvaje, sin pretensiones.
No me atreví a saludarlo y volví a salir rápidamente. Así estuve unos días, no recuerdo cuántos pues vivía en un permanente estado de euforia, él siempre estaba ahí. Me sentía enamorada, loca, apasionada. Pero no podía acercarme más a aquel gitano que vivía en una chabola. Ya era suficiente con la corta distancia entre el camino y la casa que prácticamente estaba pegada a la senda por la que yo transitaba. Sentimientos contradictorios me invadieron.
Me dije que era solo la percepción de la belleza de la que tanto había hablado la profesora.
Pero volví.
Esta vez, el hombre estaba sentado. Al pasar con la bici, se puso bruscamente en pie, me asusté y frené en seco. Caí al suelo, y una rodilla comenzó a sangrar. Miguel, así decidí llamarlo, se apresuró a socorrerme. Sacó un pañuelo de sus vaqueros y me cubrió la herida, mientras con la otra mano sujetaba mi muslo con delicadeza prohibida. No articulé palabra, dejé que mis ojos hablaran. Lo deseaba, deseaba sus labios morenos. Su olor se mezclaba con el de los arrozales, y sus ojos me contemplaban como nunca nadie lo había hecho. El calor, los campos, y nuestro deseo hacían que las respiraciones se mezclaran con ese aire sofocante que produce la excitación.
Yo sujeté suavemente la mano que tocaba mi muslo, con la intención de guiarla hacia caricias más censuradas.
Él se retiró un poco, ladeó la cabeza, y dijo: "Estoy casado, es mi gitana, y yo el suyo". Se puso en pie y entró en la chabola, cerrando la puerta despacio tras de sí.
Nunca me dijo su nombre, yo ni siquiera le hablé, solo decidí llamarlo Miguel , mi amor de chabola. Escuché el sonido de las espigas del arroz al cimbrearse por la brisa mediterránea, a las ranas y el zumbido de los mosquitos.
El sol se estaba poniendo y debía salir de aquella maraña verde. Me sentía llena de la vida que me rodeaba, pero no de él.
Un saludo.
Me ha trasladado a esos kilómetros que varias veces he recorrido entre mi adorada València y la belleza majestuosa de la Albufera.
Enhorabuena Carmen!!
Saludos Insurgentes