Juanita caminaba por las calles del barrio con su típico andar infantil —a salticos—, a pesar de que ya rondaba los veintiséis. Sonreía de oreja a oreja pensando en la cara que pondría su familia cuando les contara lo que había sucedido en la editorial; soñaba con ganar el concurso de relatos, pero se obsesionó con que había tongo.
Entró a casa canturreando y saludó a todos con un gran «hola familia». Se sentó a la mesa y los contempló, desafiante: su madre y la abuela, sentados junto a sus dos hermanastros y a su nuevo papá —que siempre la mortificaba por su sobrepeso—... y a su diestra, su escuálido novio, encogido como un pringado.
—Familia, os contaré que le he cantado la tabla a la tiparraca esa: la encargada del concurso. La acorralé en el parking y le he dicho que, a mí, nadie se me niega al teléfono, ¡y mucho menos me dejan en visto! —exclamó, con tono triunfal—. Al principio se hizo la idiota, pero luego, cuando describí con detalles lo que podría sucederle si no me ganaba el concurso, ahí sí que se lo tomó en serio.
Los miró un tanto irritada porque ninguno daba muestras de que la noticia les importase.
—Vaya, pensé que habíamos pasado la página al disgusto que tuvimos la semana pasada, pero aún percibo esa mala vibra por mi deseo de convertirme en una gran escritora.
Una lágrima rodó por su mejilla mientras repasaba sus rostros. Los ojos de todos se mantenían fijos en la lámpara que colgaba del techo. De repente, de la putrefacta boca de su madre salió una mosca, que voló a encontrarse con las otras cien que revoloteaban sobre sus cabezas.
—¡Pero qué pedazo de idea! —exclamó Juanita, imaginando la historia de una familia de moscas que habitaban en el cráter de un volcán.
Un final digno de Hollywood!
Enhorabuena.
Saludos Insurgentes
Fantástico y muy Halloweenianno.
Sin embargo, abordas la historia desde un punto de vista muy bueno.