—No hablas mucho ¿eh?, pedazo de escoria —farfulló el capitán del último barco que logró atracar, esa tarde, en Palos de la Frontera...; justo antes de que la noche se apoderara del puerto.
Su saliva maloliente salpicó mi mejilla, pero no era la primera vez que un marinero intentaba provocarme, tras haberse embriagado hasta las cachas.
Sus ojos, empañados por el vino rancio, se clavaron en el tonto que atendía la taberna.
—¡Hey, gordinflón! Llénale la copa a este buen soldado.
—No puedo, mi señor.
—¡Que le sirvas, coño!
—¡Pe... pero es que ya va a comenzar el toque de queda! El que impuso la capitanía del puerto por lo de...
—Sí, sí... ¡ya sé, maldito! Por la mierda esa de los cuerpos destripados que han parecido flotando en las aguas.
El tabernero plegó sus labios y se dedicó a recoger algunas botellas.
—Gracias por la invitación, caballero —musité—, pero ya debo irme a descansar.
—¡Qué delicado el señorito! Te habrás hartado con el excelente vino francés que venden en esta pocilga, ¿no? —exclamó, soltando una risotada estruendosa, mientras verdosos musgos intentaron escapar por entre los pocos dientes que le quedaban. Yo, en cambio, mantuve la vista fija en el tabernero, que nos observaba con tensa reserva.
—Dicen, las malas lenguas, que acabas de volver de las Indias —agregó el borracho, mareándome con el fermento que expelía su boca.
—Bien dicho, caballero: proviene de lenguas malas.
—¡Ja! ¿No será, que poco te apetece compartir el oro que, supongo, cargas en esa bolsa?
Sentí ganas de encuellarlo, pero preferí callar y alejarme de ahí.
El viaje al nuevo mundo me había transformado en un hombre paciente. Sobre todo, durante los treinta meses en que anduvimos perdidos, engullidos por la selva.
De momento, esperaré con calma a que la niebla vuelva a cubrir el puerto; quiero mostrarle a ese marinero lo que dormita en el fondo de mi bolsa.
El final es brutal, abierto a cualquier interpretación.
Enhorabuena.
Saludos Insurgentes.
Enhorabuena.