Hace doce años, siete meses y dieciséis días mi profesor de literatura, levantando sus pobladas y despeinadas cejas, sugirió que escribiéramos un relato basándonos en “El vendedor de alfombras” de Jean-Léon Gérôme. Al instante se oyeron suspiros, quejas y algún que otro golpe contra las mesas.
Por aquel entonces no era muy aficionado al arte. De hecho, la tarea no me cautivaba en absoluto hasta que escuché: “fijaos en los pequeños detalles”. Siempre he sido bueno en eso. Sabía que Ana se tocaba la oreja una media de 22 veces por día, que Carlos se ataba mejor los cordones del pie izquierdo o que el 84% de las veces que alguien bostezaba en clase otra persona terminaría imitándolo en cuestión de segundos.
Me decían que tenía una rara condición aunque mi hermana siempre rebatía este argumento gritando: “son ellos los que están condicionados”.
Mi minuciosidad me incitó a imaginar una gran ciudad de ácaros en la gigantesca alfombra que colgaba del balcón y cuyos patrones geométricos formaban barrios. En el céntrico Barrio Verde de la alfombra habitaban los ácaros más adinerados, conviviendo en zonas ajardinadas y rodeados de un enorme muro que impedía a los ácaros del siguiente barrio, el Blanco, acceder a sus lujos.
El variopinto Barrio Rojo, aunque con los años aprendí que significaba algo diferente, era una zona un poco peligrosa pero definitivamente mejor que “Los Flecos”. Cada noche, los ácaros que vivían en este alejado barrio se colocaban en el extremo más lejano de los hilos que conformaban los flecos con la esperanza de que una brisa nocturna les ayudase a alcanzar el Barrio Rojo de un gran salto. La mayoría fracasaba y caía al abismo de lo desconocido.
Todos rieron cuando lo leí. Mi profesor me felicitó pero yo solo podía pensar en qué micromundo albergarían sus cejas.
Buen relato amigo...
Enhorabuena.
Saludos Insurgentes.
Felicitaciones por tan interesante punto de vista, y por el cierre... ¡chapó!