En un lugar, de cuyo nombre no quiero acordarme, perdí mi virginidad.
Fue con un hombre del que guardo escasos recuerdos previos a esa noche. Tenía algunos años más que yo, algún amigo en común, un auto bonito. Me sedujo su acento, parecía que saboreara todas las palabras. Es cierto, me fui con él de aquel bar.
Yo tenía 16 años y creía que lo sabía todo. Creía que bebía sin emborracharme y que podía cuidarme sola, que podía jugar con fuego.
Cuando se negó a usar preservativo le dije que no quería seguir y me incorporé para irme. Con un tirón seco volvió a acostarme, sentí miedo, un miedo sin nada de diversión. Era más fuerte que yo, parecía que le costara poco esfuerzo mantenerme inmovilizada. Grité y pataleé, hasta que apretó mi cuello y sentí que me desmayaba.
Cuando acabó, entró a ducharse como si nada. Quizás me estaba dando tiempo para que me fuera, para no tener que ordenar su desastre. Quisiera decir que corrí a buscar ayuda, como si quedara algo en mi por salvar. Lo cierto es que caminé lento, como quien no tiene ya nada que perder. Me senté tres horas en la calle, hasta que abrió el policlínico adolescente.
Pensé que ahí acababa la mayor violencia de mi vida, que nada podía ser peor. Una vez más, no sabía nada. Algunos médicos, la policía, el juez, amigos, hasta algunos miembros de mi familia, muchos fueron los que de alguna forma u otra, encubrieron la violacion. Dudaron de mí, me hucieron culpable y a él victima, desaparecieron pruebas, demoraron el proceso.
Al tiempo, me fui de aquella ciudad, de cuyo nombre, insisto, tampoco quiero acordarme.
Saludos Insurgentes