«Una de monja»

Verás, a mi el jamón, me encanta. El de bellota, claro. Y por eso, todas las noches, rezaba por que la monja de al lado, se convierta en jamón. Así que todas las noches, repetía su nombre. O sea, el que la encasilla en una categoría lingüística, no su nombre propio. Eso no tiene relevancia para esta pasión tan gutural que tengo. De vez en cuando, iba a con ella a misa, pero esto, no solía ser suficiente. La propina que me daba cada semana, no solía superar el euro, lo que es una tremenda miseria dado que se trata de España. En caso de tratarse de África, estaría en la línea de la pobreza más absoluta y para no tener ese pensamiento intrusivo, nunca he considerado el maquillarme. El volverme más blanca, no entra dentro de mis posibilidades ni deseos.
Pues bien, yo iba merodeando las calles del pueblo para ver si sacaba tajada de algún negocio, pero por esos lugares, no había ninguno salvo el bar que vendía regalices por cinco céntimos. Qué malos recuerdos tengo de eso. Qué vida más miserable en comparación con todo lo que se puede aspirar a día de hoy. Así que bueno, como los veranos de verano duran lo que es, un atardecer, no me esforcé mucho más y dejé simplemente que mi tío se fundiera su dinero en una buena paleta. O sea, en su mujer que tanto adoramos. Pero más adoro el jamón que traían de vez en cuando a la mesa del comedor. SI estaba con la monja, solo era posible consumir mi amor con tres kilos de pan por cada costado. Sí señora, expresaba yo con tal de llevarme pieza. Corría al jardín y tiraba el pan para las lagartijas y todos aquellos seres encagados de consumir mi basura.