Beto tenía 10 años cuando lo dejaron el primer verano con el abuelo y su mujer, que no era la abuela, era la segunda pareja del abuelo. A Beto le encantaba el pueblo y los agostos allí eran lo mejor. La libertad, el jugar desde la mañana a la noche, los amigos veraneantes y los del pueblo, estar cerca de los animales, reír y disfrutar en todos los sentidos. Hasta había disparado ya con una carabina, quién en el barrio de su ciudad podía contar esas cosas, a ver, quién. Beto era feliz en el pueblo. Pero solo iban en el mes de agosto y muchos años ni siquiera entero por el trabajo de papá. Pasaba volando el tiempo, como en una escena de esas de cine cómico en blanco y negro que andaba a más velocidad. Se tiraba llorando el camino de regreso. Los primeros días en la ciudad eran tristes y ya no hablemos de la vuelta al cole. Así que aquel verano, cuando le dijeron que le dejaban pasar también el mes de julio se llevó una alegría inmensa. Solo le impusieron tres condiciones: portarse bien, comer todo lo que le dieran sin rechistar y obedecer.
Lo de portarse bien y obedecer era fácil porque era un niño bueno, algo movido, se despistaba con la hora y esas cosas, pero no se le ocurrían maldades. Le gustaba hablar con los ancianos del pueblo que lo apreciaban y le contaban anécdotas. Pasaba ratos en la carpintería del viejo vecino trasteando con las herramientas y el anciano le explicaba para qué servía cada cosa. Correteaba por el pueblo ayudando a su amigo que tenía vacas y se convertía alguna tarde en vaquero como él.
Lo que no llevaba tan bien era lo de las comidas. Para resumir: no le gustaba comer. Le parecía una pérdida de tiempo y de energía. Era posible que sus amígdalas muchas veces inflamadas, su tendencia a la congestión nasal y las vegetaciones no le dejaran disfrutar bien de los sabores y por eso no le gustaba comer. Era un niño escaso, pequeño para su edad, usaba gafas y estaba sordo de un oído. Toda la vida llevaba escuchando que no iba a crecer y sería un hombre bajito. A Beto esto le importaba bastante poco, la verdad. Él tenía buenos amigos que no lo valoraban por su tamaño si no por su forma de ser. Era muy simpático y ocurrente y, sobre todo, un leal amigo.
Tuvo que hacer un esfuerzo para comer cosas que no le gustaban nada, en algún momento hasta vomitó porque intentaba acabarse lo que le ponían. Parecía que el abuelo y su mujer no tenían otro objetivo más que cebarlo, como a los cerdos para la matanza. Le dolía el estómago muchos días, pero callaba y comía.
Por las tardes le obligaban a tomar un ponche reconstituyente. «Cuando vengan tus padres no te van a conocer, ya verás, vas a crecer una cuarta» le decía el abuelo y Beto se tragaba el brebaje con los ojos cerrados. No estaba mal del todo, sabía dulce, aunque le hacía doler el estómago y luego andaba lo que le quedaba de tarde algo mareado, con la cabeza nublada.
A mediados de mes ocurrió algo que cambiaría el curso del verano. Había salido un día bastante feo, lloviznaba y había niebla, como si fuese otoño. No se podía salir a jugar, pero le dejaron ir a casa de sus amigas y se pasó la tarde jugando al parchís, a la oca y acariciando al gato mientras estornudaba de vez en cuando. Hasta que se oyeron las campanas de la iglesia de una forma extraña, lenta y triste. Enseguida llegó el abuelo y se lo llevó a casa. Ponche doble, esa noche igual no se cenaba porque había que ir al velorio. Beto no sabía lo que era aquello, pero se tomó los dos vasos de ponche, obediente. Luego le hicieron lavarse y ponerse la ropa de salir al médico o la de ir a misa los domingos, que era la misma, la más nueva. Paraguas en ristre, la mujer del abuelo de negro y el abuelo muy serio fueron hasta la casa de una de las vecinas a la que el niño recordaba muy viejita y arrugada. Beto no la había visto por la calle durante aquellos días.
Había mucha gente delante de la puerta de la casa y en las escaleras, todos adultos, todos vestían de oscuro, los pocos que hablaban lo hacían en voz baja. Beto subió las escaleras empujado por el abuelo que lo llevaba agarrado por el hombro. Lo fue dirigiendo por la casa también llena de gente seria hasta que llegaron a una habitación. Allí, rodeada de personas sentadas rezando y llorando, había una caja y dentro la señora viejita, acostada, parecía dormida. La mano dura del abuelo le obligó a entrar, acercarse a la caja y mirar a la señora seca, con las mejillas hundidas, la nariz afilada y un color amarillento, como la cera de las grandes velas que estaban prendidas en la habitación. Beto sintió que el ponche trepaba desde el estómago hasta la garganta y tuvo que hacer un esfuerzo para no vomitar encima de la fallecida.
Fue la hora más larga de su corta vida. Aquella noche no durmió del miedo y necesitaría muchos trucos para poder dormir en lo que le quedó del mes de julio. Lloraba, aterrorizado, pensando que la señora muerta vendría a visitarlo de noche.
Cuando llegaron sus padres en agosto se encontraron a Beto con 6 kilos de más. El ponche que le habían estado dando todas las tardes llevaba un buen vaso de vino tinto, dos huevos crudos, leche y azúcar. Su hígado protestaba iluminando de amarillo sus ojos. Su cuerpo tardó en descongestionarse y en recuperar su color natural. Le costó más quitarse el miedo por las noches y desde entonces se cuestionó la conveniencia de la obediencia.
Bonita historia.
Pobre Beto, mejor que no hubiera obedecido y maldito abuelo ñ, cruel y despiadado.
Me ha encantado compañera!
Saludos insurgentes
Viva la insurgencia con mesura y respeto!!
Saludos Insurgentes
Entrañable y, al mismo tiempo, un poco oscuro.
De calidad como nos tienes acostumbrados. Por cierto, ¡acabo de descubrir que tienes un libro!
¡Enhorabuena!