«Viaje a casa.»
Salí de casa con unos cincuenta minutos de antelación, esto puede parecer bastante cuando vives a diez minutos de la estación pero parece ser que el tiempo nunca es suficiente cuando eres propensa a los desastres.
Iba tranquila porque tenía mucho tiempo, pero por el camino me di cuenta de que el billete que me daría el paso al tren ya no estaba en mi bolsillo y recordé que hacía un rato había sacado el móvil que estaba guardado en ese mismo lugar, dándole vía libre a ese estúpido pedazo de papel para huir de mis pantalones en busca de su libertad. También recordé que tenía un PDF con esos datos pero el destino se había propuesto hacerme una jugarreta y dicho documento no quería abrir, cuando el mismo día anterior había funcionado perfectamente. Empecé a desesperarme. Con una muy pesada maleta en un brazo, el bolso en el hombro y la bolsa llena de regalos en la mano, volver atrás me supondría mucho tiempo y dejar las cosas para buscar el billete sería olvidarme de ellas porque lo más probable es que me las robasen. Ahí fue cuando el pánico hizo de las suyas, se me escapó una de las asas de la bolsa y esta se rompió dejando mil regalos desperdigados por el suelo y haciendo que entrase en un bucle de culpa y angustia que no me ayudaba en nada. ¿A quien se le ocurre llevar los regalos en una bolsa de papel? Solo a mí.
Cuando recuperé la calma pedí una bolsa de plástico en una tienda que había cerca y tras recuperar mis pequeños paquetes envueltos con colores chillones fui en busca del billete perdido, que no quería poner de su parte y se negó a aparecer. Pude entrar en la estación y pasar hasta el control de seguridad gracias a la agradable mujer que, tras llorar y suplicar, me dejó pasar solo con el comprobante de pago, pero cuando conseguí recuperar mis maletas de la máquina de rayos y pasar por el arco de seguridad el tren acababa de partir, dejándome destrozada y en tierra.
Supongo que la situación que había vivido en los días anteriores no ayudó y solo supe llorar y llorar mientras me dejaba caer en una de esas sillas que tienen allí para los que si que esperan algún tren, sin pensar en los que somos más de perderlos.
Obviamente este es un problema con solución, compré otro billete y subí en el siguiente tren rumbo a mi ciudad natal, pero el desasosiego que sentí en ese momento es algo que recordaré siempre.
Una vez en el tren, ya de camino, más tranquila y a solo cinco horas de mi padre y de mi hermano y tras haber hablado y llorado con mi marido que ya había llegado el día anterior con los niños, solo podía pensar en tres cosas; que cambiaría mi pesada maleta por una de ruedas, que los problemas es mejor afrontarlos con calma y que la familia siempre te espera aunque pierdas un tren, mil, o los que sean.
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