El mercurio disparado, las mejillas de mi abuelo encendidas, mientras mi hermano hacía con mi madre sus cuadernillos Santillana. Mi abuela, acomodada sobre una silla de rayas, no dejaba de remendar aguja en mano todo y cuanto le pedíamos durante el verano. A veces se animaba a refunfuñar a mi abuelo, que, enfundado en su camisa abierta sobre otra de tirantes blanca, hacía oídos sordos para seguir regando las plantas del chalet. De sus labios siempre salieron buenos consejos, aunque muchas veces tuvieran tintes añejos, pero siempre provechosos. Era una época en la que Telecinco comenzaba a marcar la pauta e Induráin ya se erigía como el nuevo ídolo en España. Por aquel entonces a mí me gustaba una chica. Yo tenía doce años, y estaba en esa época tonta del «que si sí, que si no», en la que uno se siente enamorado, pero trata de hacerse el duro y fingir que no le interesan las chicas. Pero lo cierto es que ya comenzaba a darme cuenta de lo bonito que podía ser pasear por aquel parque bajo las estrellas, fantaseando con ser el príncipe que Carla buscaba. Flores esparcidas por los bancos, de esta guisa se había despedido la primavera, que nunca daba malas ideas a los enamorados.
«Abuelo, veo que tiene calor», le decía yo cuando lo encontraba pegado al ventilador después de su típica siesta vespertina. Él sonreía. Yo me preparaba para otra tarde en la que deseaba cruzar alguna palabra con Carla. Hacerme el pasota delante de mis amigos pero cercano delante de ella no era tarea sencilla. Pronto cumpliría los trece, poniendo fin a la Primaria, así que era el momento de enfundarme mi cami Nike que más molaba, con el símbolo bien grande en el pecho. El chalet de Carla era precioso. Cuando la esperábamos fuera, yo no podía dejar de mirar aquella enredadera de flores violetas, que parecía guiar sus pasos antes de que ella abriera la puerta. Entonces me entraba la maldita carraspera nerviosa. Uno solo podía besar cuando ya había empezado Secundaria —era una regla no escrita—, y a mí me quedaba ya bien poco. De momento, y con suerte, solo podía aspirar a ir de la mano con ella.
Un día dejé de sentirme a gusto en las guerras de globos y en las expediciones en bici buscando cuevas perdidas. Estaba madurando a marchas forzadas, casi sin darme cuenta. Mi abuelo me miraba con orgullo, aunque yo ya no tuviera apenas tiempo para comentar con él los goles que durante tanto tiempo oímos juntos en la radio. Me despedí de él con una palmadita en la espalda y un beso en la mejilla, antes de ir a ver a Carla, que ya me esperaba en el parque.
«Aún no podemos darnos un beso, pero podemos ir de la mano». Acepté sin pensarlo dos veces; era como si el cielo se hubiera abierto delante de mis ojos. Aquel beso aún podía esperar. Paseamos de la mano mientras mis amigos se cachondeaban, pero aquellos ratitos junto a ella en el banco no los hubiera cambiado por nada del mundo. Me armé de valor y dejé de interpretar el papel de machote.
«Tienes que llevarte el móvil —me comentó mi padre una calurosa tarde de julio—; en nada empiezas Secundaria y debes asumir responsabilidades». También me animaba a que siguiera oyendo algún que otro partido con mi abuelo. Sabía que él lo echaba de menos, aunque no dejara de sonreír, orgulloso, cada vez que me veía salir a descubrir el mundo. Los tiempos cambiaban. Sus ataques de tos eran cada vez más habituales. Pero un niño de doce años era ajeno a todo aquello.
Le di a Carla mi primer beso antes de comenzar la Secundaria, al tiempo que mi abuelo se encontraba grave en el hospital. Yo vivía en otro mundo. A pesar de ver cómo empeoraba, no era capaz de darme cuenta de lo que estaba ocurriendo. Curiosamente, antes de verlo por última vez, oí cómo cantaba el último gol de nuestro equipo, regalándome una mirada cómplice, mientras yo levantaba el puño en señal de victoria. Hoy, treinta años después, me cuesta recordar el rostro de que aquella niña de doce años llamada Carla, pero no se me borra de la mente la imagen de mi abuelo cantando el último gol mientras yo cerraba la puerta. Fueron los mejores momentos de mi vida. No me importa que fueran menos de los que me hubiera gustado. Ahora ya no lucho contra el tiempo, ni contra lo que pudo ser y no fue. Solo sonrío al recordar su camisa abierta, sobre la camiseta interior de tirantes, sus mejillas coloradas y su gesto cariñoso. Aquellos veranos me ayudaron a ser quien soy.
Me has transportado a mis recuerdos de niñez y a los maravillosos ratos y recuerdos con mi abuelo que nunca olvidaré.
Muchas gracias por escribir tan bonito compañero!
Saludos Insurgentes
Qué bonito escribes 👏🏻👏🏻👏🏻