Estaba en la orilla del mar y me di cuenta de algo. Mis ojos miraron hacia un lado, después lo hicieron hacia el otro. Estaba rodeada de ellas, de esas gaviotas que en días como hoy, cuando sopla el viento, miran en la misma dirección, hacia el mismo punto, indicando la procedencia del viento, como improvisadas veletas vivientes.
Sentí como me atalayaban con el rabillo de sus ojos, mostrándome desprecio e indiferencia.
El mar daba bocanadas de calma con el ruido sereno de las olas, dejando en mí una paz extraña, exigua y triste. Por un instante, pensé en decir alguna palabra significativa, de esas que les dan sentido a ciertas cosas, pero no encontré ninguna. El silencio de la indolencia de cada una de aquellas gaviotas, me dejaba sin argumentos, me dejaba cicatrices de sal debajo de la piel.
Despiadadas, como medusas que muerden la noche, hacen que me juzgue como quien se mira a un espejo y no se reconoce, como quien respira sin ser visto.
«Por ninguna de ellas vale la pena esperar. Nadie elige ser quien es.» me dije. Y acto seguido, emprendí el vuelo nuevamente.
Enhorabuena.
Saludos Insurgentes