Según se van acercando las vacaciones me está dando más pereza. No sé qué hacer ni a donde ir y me fastidia, porque hasta hace bien poco el verano era la mejor época del año. El año pasado las vacaciones fueron horribles. A mi hija Luna, una niña afable, tranquila, cariñosa, la adolescencia la había convertido en un ser atormentado con un único objetivo en la vida…sacarme de mis casillas.
Desde que su padre y yo nos separamos, había decidido odiarme y se empleaba a fondo. Así, nos embarcamos en nuestras primeras vacaciones solas, mi pequeña desconocida de trece años y una mujer aprendiendo a enfrentar la vida en soledad.
Luna se pasó todo el viaje con los auriculares puestos, contestando a las preguntas básicas de quieres parar a hacer pis o te apetece tomar algo con monosílabos, alzando los hombros o con ojos en blanco. Para esas primeras vacaciones de chicas me esforcé en buscar un hotel con piscina, actividades de tiempo libre, cerca del mar y zonas comerciales…en fin, el paraíso de una adolescente a mi modo de ver. No acerté en nada. La piscina tenía demasiado cloro y el agua estaba helada, en la playa había visto una medusa y la declaró zona peligrosa, los monitores de tiempo libre eran todos unos pijos insoportables y se pasó toda la semana comiendo patatas fritas porque la comida le parecía incomible. Me entraron ganas de empaquetarla y mandársela a su papi. Obviamente no lo hice, entendiendo su edad y el mal momento que estaba pasando.
Y así me encontraba, a un mes de las vacaciones y sin saber que hacer, porque la situación entre nosotras distaba mucho de haber mejorado. Yo seguía empeñada en buscar algo especial, que sirviera de revulsivo entre nosotras pero no lo encontraba. De repente, como una revelación, me vinieron a la cabeza mis vacaciones de la niñez y la tía Paca. Su recuerdo me arrancó una sonrisa.
Cuantos buenos ratos pasé con ella…la tía Paca, que ni era tía ni de mi familia. Es más, ella no tenía a nadie, desde que sus padres murieron con seis meses de diferencia el uno del otro. Su madre después de una larga enfermedad que fue anulando su cuerpo aunque no su voluntad. Su padre, dicen que de pena.
Era un ser de luz, desprendía una energía y magnetismo que envolvía a todos los que estaban cerca. Nunca le llegué a decir cuánto me ayudó a ser lo que hoy soy. Me refugiaba en su casa cuando estaba aburrida o triste. Mis padres siempre estaban a sus cosas. No es que no me quisieran, pero lo hacían hacia dentro, sin derrochar sentimientos. Me sentía pequeña, insignificante a veces. Recuerdo una ocasión que tuve un arranque de rebeldía y suspendí un examen a propósito, para ver qué pasaba. Nada, un ligero movimiento de cabeza de mi padre y la advertencia de mi madre de que ese no era el buen camino. Por supuesto la rebeldía se acabó ahí, no me sirvió para nada.
Con la tía Paca me sentía especial, me involucraba en sus fantasías y locuras. No era la única, los niños del pueblo la seguíamos como polluelos. Inventaba juegos, nos disfrazábamos o hacíamos rosquillas y comíamos bocadillos de dulce de membrillo con queso mientras ella empezaba una historia y nosotros le dábamos un final.
Sin darle más vueltas ni someterlo a votación, nos pusimos en camino hacía el pueblo. Nuestro primer día allí fue complicado. Cuando le dije a Luna que tenía que dejar el móvil, los auriculares y la Tablet en el cajón, tuvimos una importante crisis. Lloró, gritó y me amenazó con escaparse. Solamente la convencí con la promesa de dejarla ir a un concierto con sus amigas al final del verano.
El reencuentro con la tía Paca fue enternecedor, lloré a moco tendido como una niña pequeña, por el tiempo que había pasado y perdido. Ella no lloraba nunca, decía que las lágrimas impedían ver la belleza de la vida. Había cambiado, acusaba el paso del tiempo, pero su mirada jovial y profunda seguía intacta.
Después de un café y de ponerla al día de mi vida las dejé solas con la disculpa de ir a hacer una compra de víveres. No volví hasta última hora de la tarde. Me temía lo peor. Imaginaba a Luna enfurruñada en una esquina del patio o intentando volver sola a nuestra casa. Al acercarme escuché risas y una animada conversación en la que Luna participaba. Fue como una caricia para mis oídos.
Ya de vuelta, le pregunté cómo había ido el día y solo dijo:
—Interesante— Pero me pareció ver una media sonrisa en su precioso rostro.
—¿Volverás mañana?—
—No hay otra cosa mejor que hacer en este pueblo y la tía Paca me va a dejar que le haga un graffiti en la fachada que da al patio, dice que está aburrida de las paredes blancas. ¿Te imaginas? ¡Mi primera obra!—
Y así fue como la tía Paca se ganó un corazón más y yo comencé a recuperar a mi pequeña y dulce Luna.
Un saludo.
Precioso relato, lleno de amor, ternura y empatía.
Viva la Tía Paca!!
Saludos Insurgentes
Genial Elvira, me encantó!! 👏🏻
Bonita historia!