Ignora Félix Cervantes que se le viene encima una inesperada aventura veraniega. El profesor de Historia ha llegado a julio con los nervios rotos por el batallar docente, cuestiones personales sin resolver y la sensación de envejecer antes de tiempo.
Hasta que recibe la llamada.
—Hola, tío —dice Marcela—. ¿Pasas a buscarme o voy a tu casa?
—¿Cómo?
—Comiendo, tonto —replica Marcela—. ¡Que nos vamos de vacaciones!
Cervantes frunce el ceño, la vista clavada en los planos antiguos de una ciudad portuaria, fotos sepia y anotaciones que ha tomado en las últimas semanas de ensoñación literaria, de nostalgia por un tiempo perdido.
—¿Qué?
Una pausa al teléfono y Cervantes se rasca tras la oreja. Su silencio provoca un resoplido a través de las ondas.
—Se te ha olvidado otra vez —gruñe Marcela—. Eres tremendo. Salgo para allá, invéntate un destino mientras llego y que tenga playa. Adiós, tonto.
Cervantes tarda unos segundos en comprender lo ocurrido.
—¡Me cago en la leche! ¡Que es hoy!
Palmea el escritorio, salta como un muelle y guarda, deprisa, los materiales de su nuevo proyecto secreto en una carpeta azul. Toma una apresurada decisión que le hace sonreír.
«Los chicos se enamoran, es la brisa y el sol», tararea, atolondrado, mientras corretea por la buhardilla como un ratón, evocando el cosquilleo de la arena entre los dedos de los pies. Prepara algo así como una bolsa de viaje.
Cuando el timbre suena, Cervantes se siente preparado para afrontar lo que se le viene encima. Trota escaleras abajo, renqueando por el dolor en la cadera, la camiseta pegada a la espalda, con la ilusión brillando en los ojos.
Marcela lo recibe con los brazos cruzados, abajo, en la flamígera calle.
—¿Y bien? —interroga ella—. ¿Dónde vas con esa camiseta tan hortera?
Luce un escudo con la loba capitolina y la leyenda: «Unico grande amore». Es un recuerdo de aquel otro verano que Cervantes pasó en Roma, una épica historia contada por un amigo suyo en la novela El misterio del umbral.
—Tiene un valor sentimental.
Marcela niega con la cabeza.
—¿Y nuestro destino? —insiste ella.
—Es una sorpresa.
—¿Tiene playa?
—La Playa.
—¡Un misterio, bien! —Marcela sonríe—. ¿Y esa carpeta azul?
—Te lo cuento por el camino.
Poco después, el Seat de Cervantes es una bola de fuego que atraviesa el secarral alcarreño por la autovía. Marcela, en el asiento de copiloto, ejerce de pinchadiscos.
—¿Vamos a Cataluña?
—Caliente —responde Cervantes.
—Hum… ¡Tarragona! ¡Una chapa de romanos como en Cartagena!
—Frío.
—¡Ay! Venga, suelta —dice Marcela. Cervantes sonríe—. ¡El delta del Ebro! ¡Vamos de naturalistas!
—Helado.
—Pues sí que me lo comía, sí —murmura Marcela. Cambia de canción, cavila—. ¿No se te habrá ocurrido ir a Barcelona en julio, verdad?
—Je, je.
—¡Me llevas al infierno! ¡Con toda esa gente! ¡Y los guiris borrachos!
—Para todo hay remedio, si no es para la muerte —recita el profesor.
—Déjate de citas del Quijote. ¡Sabes que odio a las multitudes!
—Bueno, pues abre la carpeta y te cuento todo.
Marcela resopla, sube el aire acondicionado y obedece.
—Papelajos y más papelajos… Oye, qué chula es esta vista, ¿no?
Cervantes tuerce la cara, el corazón henchido de emociones tiempo atrás olvidadas. Nada le hace más feliz que resolver un misterio.
—Es la mejor vista de Barcelona —dice él con tono profesoral—. Y un documento importantísimo de 1535. Obra de Braun y Hogenberg.
—¿Y por qué es tan importante?
—Porque es lo más parecido a la Barcelona que visitó Miguel de Cervantes —pausa dramática—. ¿Recuerdas, al final del libro, el duelo con el Caballero de la Blanca Luna?
Marcela asiente y se remueve inquieta.
—¿Me llevas a la playa dónde don Quijote fue derrotado?
—Y dónde quizá, por fin, descubrió la verdad.
—Estás chalado.
Avanzan en silencio por la autovía infernal.
—¿Pero qué quieres hacer ahí? ¿Y qué playa es?
—Te lo contaré cuando lleguemos —dice Cervantes, que siente nostalgia por las playas de su juventud, más tranquilas, menos atestadas. El aroma del mar—. Oye, por qué no me pones a Kiko Veneno, que me gusta para conducir.
—Vejestorio.
Anochecía cuando el Seat, por fin, se adentra en Barcelona. El profesor parlotea nervioso, la cercanía del destino enloquece su corazón. Marcela asiente como quién da la razón a un loco.
—Veamos —dice Cervantes—. ¿Qué te llama la atención de la vista de Braun y Hogenberg?
—Pues… —susurra Marcela—, ¿que Barcelona no llega hasta la playa?
—Correcto. Fíjate en la pequeña península a la derecha…
—¿Es la Barceloneta? ¡Pero si no hay ni edificios ni nada!
—Correcto —dice Cervantes. Maneja el Seat por Sant Joan—. Según mis investigaciones, don Quijote salió a pasear, ataviado con su armadura, por la playa de la Barceloneta cuando se topó con el Caballero de la Blanca Luna. ¡Menudo duelo! Entonces, era una playa salvaje, un entorno natural de auroras rosadas, del rumor de las olas y de agua cristalina.
—Pues ahora no veo más que ladrillos y hormigón —replica Marcela con repentina tristeza.
Cervantes asiente y sus emociones se tornan algo oscuras.
El Seat se adentra en las calles de la Barceloneta. Marcela baja las ventanillas. Los hedores de la fritanga, la crema solar y el humo de combustible inundan el coche. La brisa es cálida y el ruido, terrible. Gritos, claxon, motores, un vidrio que estalla.
Callados, conmovidos, aparcan bajo la Plaza del Mar. Siente Cervantes una melancolía profunda. Han desaparecido los buenos augurios y solo le queda una terrible sensación de pérdida. Marcela le agarra por el codo, cabizbaja.
Salen al exterior y caminan hasta el anochecer en la playa. Un caótico gentío pasea de un lado a otro. Un perro defeca en la arena. Una pareja se magrea. Un grupo de borrachos berrea en un círculo.
Cervantes siente un extraño escalofrío.
—¿Y qué verdad descubrió don Quijote aquí en la playa, al ser derrotado? —pregunta Marcela.
Cervantes suspira largo y tendido, la mirada en el anchuroso Mediterráneo.
—Que su tiempo había pasado. Y que el mundo que amaba había dejado de existir.
Un placer leerte, enhorabuena.
Gran trabajo!
Es tan divertido leerte... ni que pasen cien años!!!
Un placer haber leído esas 1000 palabras!!!
Enhorabuena 😉
Tu estilo nítido y divertido es inconfundible, consigues que mil palabras se conviertan en algo sinuoso y fácil de leer.
Tus reivindicaciones metafóricas me han encantado!
Saludos Insurgentes