Antes era el Día de Todos los Santos, ahora, Halloween.
Da igual cómo se llame, en realidad, porque la esencia es la misma: puertas que se abren con el Mundo de los Muertos y monstruos amenazantes como yo deambulando a nuestras anchas porque no llamamos la atención.
De hecho, aunque yo acojono cosa mala, seguramente mi aspecto sea el menos llamativo de todos cuantos me rodean ahora mismo. Las calles de este barrio de las afueras están plagadas de calabazas mal recortadas, fantasmas de plástico del Todo a 100 y telarañas hechas con medias de licra.
Soy uno más de la masa.
En este atardecer que llama a la noche, arrastro mis pies perezosamente por la acera en busca de mi víctima. De una personita que, en cuanto me vea, verá ante sí a la materialización de todos sus miedos, un ente que hará de su vida, desde ese momento, una tortura.
Una tragedia griega sin final feliz.
Y, oye, no es que disfrute con el sufrimiento ajeno, pero no voy a negar que un cierto placer sí siento.
Cosas de ser un ser malvado, supongo.
Encaro el final de una pequeña callejuela peatonal. Justo al fondo, veo la casa de la mujer cuya existencia voy a liquidar.
Doctora Leyva, reza en la puerta, psicóloga.
Me coloco la americana y la corbata. Repaso mi flequillo, siempre rebelde, y me aseguro de que se quede donde debe estar. Muestro una amplia, muy amplia, sonrisa siniestra y, con mi lánguida mano derecha, toco al timbre.
La puerta se abre al momento.
- Soy Eduardo Martínez, inspector de Hacienda, espero que haya preparado toda la documentación que le solicitamos en la citación –digo sin dejar de sonreír.
Casi puedo oír cómo se afloja su vejiga y cómo sus dientes castañetean de terror.Será Halloween hoy pero, para mí, sólo es un día más en la oficina.
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