La primera vez que hundí mis pies en la arena dorada de la costa de Peñíscola, tenía cinco años. En aquel entonces, mamá me vestía con vestidos bordados de color blanco que escondían un terrible bañador a rayas. Y, por supuesto, no podía faltar aquel gorro pesquero de color azul que tanto odiaba. Al llegar a la playa, cada vez que la abuela me lo colocaba, fruncía el ceño y torcía los labios. Nonna me miraba con esa calidez suya y, antes de que pudiera protestar, me decía:
— Oli, cariño, tienes que protegerte del sol.
— Pero Nonna… ¡Yo no quiero!
Ella simplemente sonreía y me acomodaba el gorro. Luego, con torpeza, agarraba el cubo amarillo de plástico y nos dirigíamos hacia la orilla. Fue la primera vez que sentí una conexión con el océano. Sus aguas cristalinas me regalaron lo que yo consideraba que era su mayor tesoro: conchas, conchas de todos los tamaños y colores. Las había en espiral, en forma de almeja e incluso de abanico. De hecho, las conservaba en el apartamento de Madrid, junto a la foto vacacional del año 2008. Todos lucíamos una sonrisa veraniega y unos ojos achinados por culpa del sol. Cuando la nostalgia llamaba a la puerta, agarraba el marco blanco y solía mirar a la abuela, a mis padres y a sus amigos, Javier y Mercedes, pero no me atrevía a mirar a Gonzalo.
Cuando nuestros mundos se encontraron, el pelo de Gonzalo estaba revuelto por el aire y la sal del mar. Estaba sentado en la orilla con un bañador azul estampado con patitos de color amarillo. Lo único que supe hacer fue reírme de él y su respuesta fue arrebatarme el cubo, llenarlo de agua y verterla sobre mi cabeza. Vacilona, le contesté: “Gracias, este gorro no me gustaba”.
A los siete años, cogíamos las toallas y corríamos por la orilla, creyéndonos superhéroes. Construíamos fortalezas de castillos de arena y grandes presas en las que dejábamos entrar el agua cuando subía la marea.
A los doce, buscábamos cristales marinos. Cuando vislumbré un brillo de color verde en la orilla de la playa, supe que las conchas no eran el tesoro del océano, lo eran los cristales. Gonzalo y yo los coleccionábamos y, aunque estábamos convencidos de que eran esmeraldas secretas del océano, Javier nos repetía que eran vidrio de botellas que el mar había convertido en piedras.
Cuando cumplí los diecisiete, sentí que los ojos nos brillaban. Fue entonces cuando empecé a pensar en que no sabía qué era la calidez de un beso. No sabía lo que era que dos labios se buscasen, se acariciasen o se mordiesen. Sólo sabía las ganas que tenía de que fuera él quien rozase los míos. Los buscase. Los acariciase. Él, quien los besase. Y después de rozar varias veces nuestras manos bajo la marea, el atardecer de Peñíscola nos encontró en un tierno beso. Un beso que sabía a sal.
A los veintiuno, nos sentamos bajo la luz naranja del sol con un par de cervezas, pero dejamos de ser dos. Ahora también estaba Jimena. Y yo no podía evitar apartar la mirada cada vez que sus labios se encontraban.
A los veinticuatro, falleció Nonna y, con ello, Peñíscola.
Al llegar los veintisiete, recibí una carta de Gonzalo. Después de tantos años, no sabía por qué volvía. No ahora. No después de tantos años sin mirarle. No después de no haber olvidado cómo se mezclaba el sabor de la sal con nuestros labios. Pero las preguntas se disiparon cuando al abrir el sobre encontré una invitación en relieve, elegante y sofisticada. “Querida Olivia, ¡nos casamos! Nuestro enlace se celebrará en la ciudad costera de Peñíscola. Nos casaremos en la playa al atardecer, con vistas al mar Mediterráneo el sábado 12 de junio. Gonzalo y Jimena”. Y yo no podía creérmelo. Porque esa playa también me pertenecía a mí. Porque yo también tuve un beso con sabor a sal que, aunque de verano, selló ese amor. Pero no podía no asistir, así que decidí visitar Peñíscola días antes del enlace para encontrarnos en aquella playa que nos vio crecer; aquella que era testigo de tantas cosas y aquella que ahora sería testigo de su amor.
— ¿Te acuerdas de los cristales marinos que recogíamos? Podríamos pasear por la orilla y buscar unos cuantos como los viejos tiempos. ¿Qué me dices?
— No quiero recogerlos más.
— ¿Por qué?
— Porque no quiero encontrarlos con los pedazos de corazón que me rompiste aquel día.
La mirada de Gonzalo quedó suspendida ante la mía. Con cada reencuentro en verano pensaba que tenían vida y brillo propio, pero esta vez, escondían algo más. Esta vez no lograba descifrarlos y, fue ahí, donde la tensión entre nosotros quedó plasmada en un profundo silencio. Me fijé en cómo un rayo de sol se posó en el anillo plateado que lucía en su dedo anular, acentuando su brillo. Fue entonces cuando su mirada penetró en mis ojos.
— Olivia, sigo enamorado de ti. Nunca he dejado de estarlo.
— No sigas, Gon. Por favor.
— Te quiero.
Sentí cómo aquellas palabras penetraban en la daga que cargaba desde aquel último verano. Esa daga incrustada que sabía que debía haber sacado antes de que se hubiera oxidado. Aquella que no extraí por miedo a sangrar; por miedo a tener que curarme; por el miedo a no cicatrizar. Pero fueron esas palabras las que dilataron la herida y la dejaron caer.
— Lo siento, Gonzalo. Es tarde.
Apreté los labios y, cuando se acristaló mi mirada, giré sobre los talones, dejando atrás la playa que tantos veranos nos vio crecer. Dejando atrás a él. “Nonna, deberías haberme dicho que no era sólo del sol de lo que tenía que protegerme, que tenía que hacerlo también de sus ojos verdes”.
Mis huellas quedaron selladas en la húmeda arena.Las olas se llevaron un último suspiro.
Y yo me di cuenta de que las lágrimas,
también sabían
a sal.
Un saludo Leyre.
Me encantó!!! 👏🏻👏🏻👏🏻
El amor no siempre es sano y verdadero, también puede saber amargo y no solo a sal.
Preciosa historia Leyre!!
Saludos Insurgentes