«Viaje a la luna»

La puesta de sol se le escapaba soñando cómo la espuma de las olas acariciaba su cola. Sentía cálida su piel bajo los rayos atrevidos de un rey que imponía un estío arduo y eterno. El siseo del mar adentraba su mente al estado de calma. Calma.

De pronto una bofetada arenosa azotó su rostro. Ladeó su cabeza sacudiéndose la arena con sus patitas hasta poder abrir los ojos. Tumbado sobre aquel retal de servilleta repleta de miguitas de queso seguía como ayer. Miró a su alrededor para descubrir que sólo había sido un sueño. Ira inundó su pequeño cuerpo. Sin poder alcanzar el techo acristalado que le enjaulaba de por vida, emprendió la carrera hasta llegar a la pared más lejana de su estancia. Cogió aire, arrancó de nuevo, agachó la cabeza, dio un salto y chocó estrepitosamente contra la puerta de corcho. 
Dolor abatió a Ira, Lágrimas inundaron las cuevas de sus bellas esmeraldas. Acurrucado con sus diminutas orejas entre sus lánguidas rodillas, se deshacía. Tan fuerte era Llanto que mareaba. Sentía que se desmayaba, se desvanecía. 
El crepitar de la lluvia sobre la bóveda acristalada despertó al pequeño roedor. El resplandor de la luna llena irradiaba un sinfín de agujas de luz bajo el manto oscuro de la noche. Éstas ráfagas jugaban chocando en cada vértice inscrito en la cubierta de aquel improvisado e impuesto navío. Pensó que, rodeado de aquellos destellos blancos empapados de finas gotas de lluvia, sería lo más cerca de la luna que podía estar. Se acurrucó en un rincón de su palacio de cristal, admiraba el cielo a través de su tumba mientras bajaba lentamente el ritmo de su pestañeo. 

Navegó sin rumbo durante días hasta que Mar decidió devolverla a su lugar, donde Arena arropó la botella sin mensaje que entregar.