Treinta años habían pasado ya desde aquella triste despedida. Treinta años desde que, aquellos últimos besos y abrazos, quedaron grabados, para siempre, en mi corazón. Es verdad que prometimos volver a vernos pero, al año siguiente, mis circunstancias familiares cambiaron y tuve que emigrar a América. Desgraciadamente, regresar a Europa suponía un coste que, en ese momento, no podía asumir.
Todo comenzó un 25 de agosto de 1988. Acababa de terminar la carrera y necesitaba mejorar mi nivel de inglés. Tras varias semanas buscando en los periódicos, encontré un anuncio de un matrimonio británico que ofrecía alojamiento gratuito a cambio de la realización de las tareas domésticas en su vivienda. Contacté con ellos por carta y, a los pocos días, me llamaron. Al parecer, quedaron encantados conmigo y, una semana después, viajaba a Londres para comenzar una nueva vida.
Al llegar allí, me encontré una sorpresa inesperada. El matrimonio tenía dos hijos. Un niño de 8 años y una hija de mi misma edad, Megan, con la que congenié de inmediato. Pocos meses después, las dos éramos como hermanas. Íbamos juntas a los sitios, lo compartíamos todo y nos contábamos cada uno de nuestros secretos. Ni la distancia, ni el tiempo, ni las circunstancias, lograron enfriar nuestra amistad.
Ahora, en la terminal del aeropuerto, espero impaciente a que, de un momento a otro, se abran las puertas y aparezca Megan tras ellas. Mientras, presa de mi nerviosismo, juego con aquel amuleto que dividimos el día de nuestro adiós. Aquellos calcetines que tantas veces compartimos porque pensábamos que eran parte de nuestros éxitos y que decidimos dividir con la intención de volver a juntarlos algún día. Estoy segura de que ella viene con el suyo. Las dos lo prometimos y las promesas hay que cumplirlas.
Saludos Insurgentes