Había acariciado sutilmente su tobillo, haciendo un giro brusco en el talón, para deslizarme por su empeine a toda prisa y ver cada vez más lejos los dedos. Como aquel que se despide de su casa antes de un largo viaje, yo me despedía de mi meñique favorito. El mismo que se quejaba ayer de mis incómodos dobleces, lloraba hoy mi partida. «No soy de marca», le repetí tantas veces. Sabía que recordaría aquella frase, al tiempo que bromeaba sobre los precios de Decathlon o su obcecación por comprar en mercadillos. Yo soy de allí, de mercado de barrio, de alma humilde y bajas pretensiones. Nunca anhelé cajones ordenados ni distribuidores elitistas. De alguna forma siempre supe que podía pasar; pero, como en tantas cosas, no quise ver la realidad y ahora me topaba de bruces con ella.
—Para ti es muy fácil, meñique —pensaba mientras me alejaba—. Tú sigues siendo parte de alguien, pero los calcetines somos prescindibles. Amamos a nuestras parejas, sin que nadie se preocupe por si dormimos a su lado o al lado de otros calcetines desconocidos, dentro de un cubo o de un tambor mareante. Andamos a escasos metros de nuestras parejas sin poder ni siquiera rozarnos, salvo que alguien junte sus tobillos en un banco salvador. Es entonces cuando aprovechamos para diseñar besos imposibles y abrazos furtivos.
»Lo único que pedimos es que, al caer la noche, se haga bueno el dicho de «cada oveja con su pareja». Pero, como en tantas y tantas cosas, los que controlan a las esferas humildes solo miran su ombligo, mientras yo sigo sin encontrar a mi pareja.
Desde el suelo, el calcetín alzó su mirada y, con un gesto con tintes de abatimiento y necesaria picardía, apuró su última posibilidad: «Meñique, ¿tienes algo que hacer esta noche?».
Saludos Insurgentes